V
Cuando yo tenía seis años, mi
hermana llegó a la casa familiar. Rubia, blanca, cachetes rosados, enormes ojos
almendrados y verdosos. Aria. Grande, fuerte. La odié desde el primer instante.
Apenas la pusieron sobre la cama matrimonial, intenté asfixiarla con un almohadón
pero me descubrieron y lo supe disimular. Mi segundo intento fue sosteniéndola
en brazos y dejándola caer. Tampoco funcionó. Ella fue creciendo y mis abuelos,
que sentían culpa por haber abandonado a mi tío-johnsmith, vieron en su rubia
nieta la posibilidad de exonerarse. La llenaban de halagos, regalos y mimos. Yo
había pasado a ser la mayor, ya no era una novedad.
Además, mi genética no es perfecta.
Menos aún durante la adolescencia, cuando tenía accesos de samuraismo. Accesos
mentales que no se correspondían con el cuerpo. No sabía ni podía matar con
eficacia.
Buscando en Internet descubrí una
especie: “el desaparecido”.
Empecé a inculcar a mi hermana
ciertas ideas políticas, cierto romanticismo antiguo. El golpe final se lo di
cuando le regalé una imagen de un líder barbudo y sexy llamado Ernesto. De a
poco comenzó a transparentarse. Más leía, más ausente estaba. Más discutía, más
débil se hacía su voz. Yo sonreía en silencio desde un rincón oscuro donde solía
sentarme a observar y practicar origami.
Un almuerzo, ya no pusieron su
plato en la mesa. Nadie preguntó por ella. Nos miramos madre, padre y abuelos. Todos
sonreímos con los dientes llenos de sangre.
De golpe, comenzó a llover.