viernes, 30 de septiembre de 2011


VI – Parte II

Haceme moretones como estrellas.
Como pis de perro,
Marcame,
delimitame el cuerpo.
Señalame antes ojos ajenos.
Señalá que ya me has cogido.
Y que me dueles. O me has dolido.

El moretón nos sincera.
Verdad violácea.
La del cuerpo.
La de la sangre agolpada.

Mordeme.
Que aquí estamos para morir,
en este presente sin consecuencias.
En este futuro ausente.

Mordeme.
Que el amor nos ha fallado de nuevo
y este silencio,
a falta de promesas,
se llena de gritos.

jueves, 29 de septiembre de 2011


VI – Parte I

Revolviendo en la basura ajena,
encontré mi propia sangre.
Eso me emocionó.
Ahora me siento parte de esta casa.

A ver,
esta cuestión del masoquismo.
Es tan sólo… un dolor más efectivo,
más controlable,
más real,
más tangible.
Y mucho menos dañino que el amor.

Si te pido sangre
es,
Porque ya de antes,
me dolías.

Si te pido que me muerdas
es,
porque ya de antes,
este cuerpo mío,
te pertenece.


jueves, 22 de septiembre de 2011


V
Cuando yo tenía seis años, mi hermana llegó a la casa familiar. Rubia, blanca, cachetes rosados, enormes ojos almendrados y verdosos. Aria. Grande, fuerte. La odié desde el primer instante. Apenas la pusieron sobre la cama matrimonial, intenté asfixiarla con un almohadón pero me descubrieron y lo supe disimular. Mi segundo intento fue sosteniéndola en brazos y dejándola caer. Tampoco funcionó. Ella fue creciendo y mis abuelos, que sentían culpa por haber abandonado a mi tío-johnsmith, vieron en su rubia nieta la posibilidad de exonerarse. La llenaban de halagos, regalos y mimos. Yo había pasado a ser la mayor, ya no era una novedad.
Además, mi genética no es perfecta. Menos aún durante la adolescencia, cuando tenía accesos de samuraismo. Accesos mentales que no se correspondían con el cuerpo. No sabía ni podía matar con eficacia.
Buscando en Internet descubrí una especie: “el desaparecido”.
Empecé a inculcar a mi hermana ciertas ideas políticas, cierto romanticismo antiguo. El golpe final se lo di cuando le regalé una imagen de un líder barbudo y sexy llamado Ernesto. De a poco comenzó a transparentarse. Más leía, más ausente estaba. Más discutía, más débil se hacía su voz. Yo sonreía en silencio desde un rincón oscuro donde solía sentarme a observar y practicar origami.
Un almuerzo, ya no pusieron su plato en la mesa. Nadie preguntó por ella. Nos miramos madre, padre y abuelos. Todos sonreímos con los dientes llenos de sangre.
De golpe, comenzó a llover.


martes, 20 de septiembre de 2011


VI
21 de septiembre. Fiesta de primavera.
Con su enorme mano toma todo mi lacio pelo y me arrastra hacia el pasillo desierto. Me empuja, de espaldas, contra la pared. Me respira en la oreja, jadea. Sigue estirándome el pelo. Mete la otra mano dentro de camisa blanca, dentro de las vendas con que aplasto mis pechos. Aprieta mi pezón derecho. Intento empujarlo hacia atrás cuando siento, a través de mi pollera tableada, su pija erecta contra el surco de mis nalgas. Me dice al oído, pedime que te suelte. Tengo odio, ira y mucho calor. Respiro, exhalo. Me ablando. Me dejo sostener por el pelo, por la mano en la teta, por la pija. Me vuelvo flexible como un junco. Lo huelo, lo escucho. Por fin, susurro, soltame.
Me suelta. Inhalo, llevo todo el peso de mi cuerpo hacia la pierna izquierda, pateo hacia atrás. Lo arrojo contra la pared, golpea su cabeza contra un vidrio. Me arrodillo junto a él. Canto la canción de la sangre que me enseñó Madre. Mirándolo a los ojos, me desprendo uno a uno los botones de mi camisa. Sin dejar de cantar, desenrollo las vendas alrededor de mi esternón. Mis pezones están erectos. Tiemblo. Me inclino, paso mi lengua sobre su herida, trago su sangre. Con mis vendas, enrollo su frente herida. Sigo cantando.



La canción de Ampisunaas Amorani

sábado, 17 de septiembre de 2011


V
Me educan para ser sumisa. Me educan para ser punk. Me tiro la taza de nesquik sobre la cabeza, luego la arrojo contra la heladera. Madre llora. Padre, tirado en el piso, hace una canción. Yo dibujo, descalza y empapada, con los restos de leche marrón en la puerta de la heladera. Dulces deseos de morir.




jueves, 15 de septiembre de 2011


IV
Tengo problemas. Cuando tengo problemas, amaso. Hago empanadas de kanikama. La clave está en amasar la masa con fuerza y concentración. Al kanikama lo arrojo al aire y Padre lo filetea con su espada de samurai. Tengo problemas, soy adolescente. Estoy conflictuada.

Haiku de la empanada de kanikama
Por el aire,
rosados vestigios,
al redondel salado, van.

Repulgue, jaula barroca.
Adentro del horno de barro,
ya es primavera.

miércoles, 14 de septiembre de 2011


III
Mi padre es hermoso como un sol. En su juventud tuvo una banda de punk llamada Mach 1.67 . Aunque se llevaba mal con sus integrantes (decía que eran porteños desordenados y poco aplicados) tuvieron algo de éxito. Los seguían un grupo de adolescentes flogguers, fanatizadas por Pucca y la posibilidad de conseguir un novio con familia en Oriente y que les haga hijos de ojos rasgados y pelo lacio, pesado como el plomo.
Mi madre, celosa y posesiva, obligó a mi padre a abandonar la banda, no sin antes desarrollar un movimiento feminista que prohibió a los hombres casados brindar conciertos de punk. Aún hoy, en la casa familiar, está enmarcada el acta de la legislatura que certifica la aprobación por unanimidad de su propuesta, junto a la pesificación de la deuda externa y el corralito bancario. También se aprobó la compra de un helicóptero, pero eso no sé bien para que se usó luego.
Aquí, un video  que rescaté de una red social en desuso.

martes, 13 de septiembre de 2011


II
Mi madre es igual a Pocahontas. Es muy bella. Es una india santiagueña clonada. Mis abuelos, fanáticos de Disney, pagaron fortunas por tener a una hija-pocahontas y un hijo-johnsmith. En la adolescencia tuvieron problemas. Se ve que no sólo lo físico se les pegó en la clonación, si no también la calentura ancestral del dominado y el dominador y una siesta los descubrieron jugando a la parte triple equis de la película. Esa época fue cuando mandaron a mi madre a estudiar a Buenos Aires y a mi tío no lo vi nunca. Mis abuelos, que siempre me dicen que soy igualita a mamá pero blanquita, opinan que es mejor que no lo conozca a mi tío. De chiquita tampoco me dejaban ver la película, pero una vez la encontré en cuevana y la vi todos los días, durante un mes. Lloraba y pensaba que injusto, que yo me daba cuenta, que también estaba enamorada de mi tío.

lunes, 12 de septiembre de 2011

I
Soy hija de un samurai y una india tonocoté. Ellos se conocieron en una clase de mandolín en Buenos Aires.
Mi padre había llegado a su máximo nivel, igualando en fuerza y poder a su maestro. En un entrenamiento, chocaron sus fuerzas en exacta medida y salieron disparados. Mi padre cayó en Buenos Aires, en el obelisco. Erguido, por supuesto. Es un samurai. Del maestro nunca se supo nada. Mi padre, cuando bebe mucho sake, llora por su maestro y dice creer la fuerza del choque lo impulsó hacia la tierra y murió enterrado en vida. A los 14 años me pegó, por primera y única vez cuando le dije que, ni modo, que no es posible morir enterrado en muerte.
Mi padre, Tadanobu Asano. En Zatoichi.